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Chapter 2 by Samson Samson

¿Qué encontraré en la cuenca del Rio Amazonas que amenaza al destino?

Un accidente en la jungla.

Los extraños discos voladores que la diosa Atenea me había entregado me permitían desplazarme a lo largo del mundo en pos de mis enemigos como jamás habría podido hacerlo a pie o montado a lomos de cualquier rápido corcel, o incluso a lomos del mismísimo Pegaso. "Estos discos funcionan con antigravedad y responden al mandato de tu mente. Podrás volar incluso a velocidades supersónicas y....".-Me había dicho la diosa, aunque sus explicaciones y sus palabras eran incomprensibles para mí. Al ver mi desconcierto, la diosa de la sabiduría debió apiadarse de mi ignorancia."Magia divina, noble Heracles. Magia de los dioses.". Añadió. No necesitaba saber mucho más de un don de la diosa.

Poco más grandes que mis pies, aquellos discos plateados, con un reborde dorado, me dirigían hacia el lugar que las Parcas me habían indicado en mi mente. A pesar de la increíble velocidad a la que iba, apenas notaba el viento y el frío en mi musculoso cuerpo...notaba un leve cosquilleo de lo que Atenea había descrito como un pequeño escudo de égida. Me sentía algo confuso con aquella descripción, ya que Hefestos, al entregarme la ropa que vestía, también había mencionado que me proporcionaban un pequeño escudo de égida. Sin embargo, el cosquilleo en mi piel no se sentía como el tejido de la cabra Amaltea. Pero no iba a ser yo quien dudara de la sabiduría de los dioses.

Me llevó un par de horas llegar al lugar. Un lugar recóndito en uno de los afluentes más recónditos y apartados de la civilización del ría Amazonas. ¡Amazonas! Me pregunté por el extraña motivación que llevó a sus primeros exploradores a llamarlo así. Esa tribu de mujeres guerreras, esa horda de misándricas enloquecidas, encabezadas por Hipólita, aún más enloquecida que sus seguidoras, no merecían el honor de que un río de la grandeza de aquel que estaba sobrevolando, llevara su nombre.

Las había conocido demasiado bien en el pasado, y había sufrido su hospitalidad. Nada parecido a lo que luego contaron los poetas sobre mi robo del cinturón de Hipólita. Aún recuerdo con vergüenza lo sucedido. Cómo yo, Heracles, un semidiós, fue vencido y sexualmente esclavizado y violado por esas malditas perras durante varios meses por todos los palacios de esa infame isla de Themiscira hasta que, por fortuna, fui capaz de escaparme de sus garras y huir con mi polla entre las piernas antes de que esa psicópata de Hipólita decidiera cortármela y dársela de comer a los cerdos.

Pero eso era el pasado...un pasado muy lejano, pero, en ocasiones, ese pasado volvía a mí en forma de una pesadilla recurrente....una pesadilla en la que sentía el cruelmente erótico toque de Hipólita sobre mi cuerpo totalmente desnudo. Sentía sus manos manoseando todos mis poderosos músculos como si fueran barro mientras yo, atado con gruesas cadenas e irrompibles grilletes, en una de sus columnas de fertilidad, en lo alto de uno de los riscos más altos de la isla, aguardaba con desazón, a que su húmedo coño me penetrara una y otra vez, haciéndome que me corriera en todas las ocasiones, tomando mi semilla una y otra vez durante horas, que parecían días, deleitándose con gritos de placer que ocasionalmente conseguía arrancar de mi garganta, mientras sus enormes senos abrumaban mis cincelados pectorales, cubriéndolos con un fluido cálido y lechoso. Y cuando por fin estaba agotada de violarme y burlarse de mi masculinidad, le llegaba el turno de sus lugartenientes, que, tras haber observado con lujuria y fascinación como su reina violaba sin misericordia a mi, al gran Heracles, al semidiós más poderoso del mundo, ellas repetían el proceso con mayor torpeza y crueldad si cabe. Y cuando, convertido en una sudorosa y jadeante montaña de músculos, les llegaba el turno al resto de sus guerreras, mi virilidad estaba tan exhausta y fláccida que, incapaces de obtener placer sexual de mi polla, se deleitaban usándome como muñeco de entrenamiento para sus golpes, especialmente los que iban dirigidos a mis desprotegidos cojones. Eso ocurrió en el pasado, en un pasado remoto, pero aún hoy, al despertar de esas pesadillas, notaba que mi lecho estaba completamente empapado de mi semen, y entre mis macizos muslos mi pollón se estremecía con una erección propia de un semental.


Aunque estaba cerca del lugar, era incapaz de ver nada relevante en aquella alfombra verde que se extendía hasta el horizonte en todas direcciones. O bajo ella. De no ser porque sabía dónde iba, sin dudad, habría sobrevolado el lugar sin saberlo. Aunque, ahora que lo pensaba, las Parcas no me habían dicho qué iba a encontrar en ese lugar. Al sentir que había llegado, comencé a flotar sobre la infinita selva esmeralda bajo mis pies, mientras mis ojos escrutaban el follaje en busca de indicios de...algo. Finalmente, con dificultad, conseguí ver como se atisbaba una especie de gran surco entre las copas de los árboles. Y, con precaución, comencé a descender.

Allí estaba. Eran los restos de un navío volador estrellado, partido en varios trozos por el impacto con el terreno. Bajé de los Discos de Atenea, los cuales, por magia divina, se hicieron invisibles.

No era un vehículo demasiado grande, comparado con los que había visto en los lugares que los mortales llamaban aeropuertos, pero era más grande que cualquier trirreme de los que había visto de la flota de Agamenón cuando partió a conquistar Troya. Por como la vegetación había cubierto el artefacto, deduje que hacía menos de una semana que se había estrellado en aquel lugar. El exterior parecía intacto, salvo que se había partido. Las alas habían desaparecido, y supuse que se habían quedado más atrás, arrancadas por los innumerables árboles con los que se habría chocado durante su descenso. No vi dibujado ningún emblema número en sus laterales, lo cual me pareció extraño, y me privaba de pistas sobre a quien pertenecía este navío. Solo me quedaba explorar el interior.

Preguntándome qué extraordinario poder podría haber ahí dentro capaz de alterar los hilos del destino, me introduje en el aparato, mientras una capa de sudor comenzaba a cubrir ya mi bronceada piel por el calor y la humedad de la selva. Me dirigí primero en la sección que, por experiencia previa, sabía que solía albergar el timón de aquellos navíos aéreos, lo que los mortales llamaban 'cabina del piloto'. El metal crujía bajo mis botas a cada paso de mi pesado cuerpo, mientras, en penumbra, me abría paso hacia la cabina. No vi ningún cuerpo, aunque sí manchas de sangre seca diseminadas por el fuselaje, a pesar de la falta de luz, la carga diseminada en un caos absoluto y metal retorcido. La carga parecía consistir en componentes eléctricos y electrónicos de los que no pude deducir su función, además de armas de fuego y lo que parecían ser sus municiones.

Finalmente, al llegar a la cabina, no pude entrar. La puerta estaba retorcida y atorada. Pero una puerta metálica bloqueada no iba a interponerse en mi camino. Introduciendo mis manos en algunos huecos que habían aparecido en el maco de la puerta, conseguí un buen agarre de la misma. Tensando todos mis poderosos músculos, enfocando toda mi fuerza en aquella acción, comencé a tirar y empujar la puerta, lentamente al principio, incrementando la intensidad progresivamente. Mis enormes músculos se hincharon por el esfuerzo mientras sudaba profusamente por el esfuerzo y la opresiva humedad y calor acumulada en el interior de aquel cilindro metálico. Pero, en menos de un minuto, conseguí arrancar aquella puerta de sus goznes, y me pregunté el porqué de la existencia de una puerta tan reforzada.

Al abrir, un fuerte golpe de olor a podredumbre me golpeó con fuerza. Había encontrado a los pilotos. Sin embargo, no observé nada relevante. Entre los restos ensangrentados y destrozados de sus trajes de vuelo, no observé ningún emblema o insignia que pudiera decirme a que facción pertenecían aquellos mortales. Aquella sección había sido una pérdida de tiempo, así que decidí ir a la siguiente.

Me recibió el mismo desorden que en la sección anterior, aunque aquí había menos carga dispersa, ya que parecía haber estado destinada al transporte de pasajeros, al haber asientos a ambos lados de la estructura. Encontré más sangre seca, pero ningún cuerpo. Sin embargo, noté que, en algunos asientos, había correas, eso que los mortales llamaban cinturones de seguridad, cortados, por lo que deduje que había habido supervivientes tras el impacto del navío volador contra el suelo. Quizás podría seguir su rastro, si algún animal salvaje no los había devorado antes.

Salí de la sección, sintiendo mi sudorosa piel más y más pegajosa a cada momento. Aquel calor y humedad eran realmente sofocantes, y una enloquecedora nube de mosquitos comenzaba a arremolinarse alrededor de mi musculoso cuerpo. Pero aún no podía irme a un lugar más fresco. Tenía que encontrar algún rastro de supervivientes. Por suerte, no tardé demasiado en encontrar por fin una pista.

En lo que había sido la popa del navío, vi rastros de vegetación aplastada, como si un objeto grande y pesado hubiera sido sacado a rastras de su interior. Luego, ese rastro desaparecía, sustituido por una serie de huellas de pisadas, de lo que parecían botas con un extraño relieve, que se hundían bastante en el terreno y, junto a estás, otras que se hundían menos, además de unas huellas de calzado que sí reconocí, un calzado más ordinario entre los mortales. Así que, siguiendo esas huellas, sudoroso y atormentado por un enjambre cada vez mayor de mosquitos, me interné a pie en la selva en pos de la desconocida carga y de los extraños que se habían apoderado de ella.


Tras varias horas caminata, acosado sin piedad por aquella horda de mosquitos que parecía salida de las profundidades del inframundo para devorarme, abriéndome paso entre aquel infinito manto verde que parecía cortarme el camino de un modo premeditado y malévolo, oí un grito femenino. Sin dudarlo, corrí hacia su origen, sintiendo como la vegetación se aquella selva parecía oponerse a mi avance.

Pero incluso la selva de doblegaba a mi poder. No había liana o tronco que pudiera pararme una vez que mis músculos y determinación de semidiós se ponían en movimiento. Oí gritar a la mujer otra vez. Sonaba más desesperada. Pero me estaba acercando rápidamente. Varios centenares de metros más adelante, finalmente encontré a la mujer que gritaba con tanta desesperación en su voz. Vestía unos harapos que alguna vez habían sido un atuendo ligero apropiado para la selva, aunque ahora apenas cubrían su voluptuoso cuerpo, manchado de barro y sudor. Su rostro estaba casi cubierto por una enmarañada melena rubia, aunque podía distinguir desde mi posición, la angustia y desesperación en sus facciones. En sus manos, sostenía un tronco de madera, que estaba manejando como un garrote , contra media docena de indígenas.

Bajos, achaparrados y totalmente desnudos, habían acorralado a la mujer contra un enorme árbol, y, aunque ellos también iban armados con alguna especie de cuchillos y lanzas con punta de piedra, parecían más interesados en desarmarla, en vez de en herirla o matarla. Por las erecciones que podía ver entre sus piernas, no me cabía ninguna duda de su propósito de esos nativos. Uno de los nativos, torpemente, se acercó demasiado y de modo descuidado. La mujer, con un grito de furia, acertó en golpearle el rostro con una fuerza inusitada, mandándole al barro, inmóvil e inerte, con el rostro ensangrentado. Aquello pareció enfurecer a los restantes cazadores, los cuales parecieron entrar en un salvaje frenesí, lanzándose como jaguares contra la mujer.

Aunque consiguió golpear a uno de sus atacantes en el brazo, los cinco nativos cayeron sobre ella, comenzando a desgarrar lo que quedaba de su atuendo mientras ella chillaba de desesperación.

Me separaban de ellos una caída de unos treinta metros...nada que no pudiera superar sin dificultad. Sin sudarlo, salté al vacío. Cuando, mis poderosas piernas volvieron a tocar el suelo, me impulsé y rodé para amortiguar el impacto de una caída que habría destrozado todos los huesos de cualquier mortal, pero mis huesos y músculos de semidiós apenas habían notado.

Cuatro de los nativos sujetaban firmemente los brazos y las piernas de la mujer mientras ésta forcejeaba y chillaba de miedo y desesperación. El quinto sobre ella, se preparaba para penetrarla, murmurando algo en su extraño y gutural lengua, mientras sujetaba su gran y goteante verga delante de la mujer. Parecía como si estuviese llevando a cabo alguna clave de ritual mientras gotas de su semen caían sobre la sudorosa desnudez se su víctima. Pero lo que él no sabía es que su polla jamás iba a mancillar su coño.

Estaban tan centrados en su intento de violación en grupo que no se dieron cuenta de mi presencia hasta que fue demasiado tarde. Hice volar a su líder con un fuerte golpe en su espalda, el cual, con morbosa satisfacción, escuché como se estrellaba contra un grueso árbol. El resto, al darse finalmente cuenta de mi presencia, un musculoso gigante de metro noventa y cinco, soltó a la mujer y se alejaron unos metros de ella, pero, en sus caras, pude ver que no iban a abandonar a su presa, y cometieron el gran error de atar a Heracles el semidiós.

El primero de ellos decidió atacarme directamente cuerpo a cuerpo. Un golpe de revés de mi puño lo mandó volando varios metros hacia atrás, cayendo al follaje como un pelele. Los otros, se lo pensaron mejor y, agarrando sus arcaicas armas, me rodearon como una manada de lobos. Durante unos segundos, sus ojos midieron mi poder, aunque, para mi sorpresa, no se sintieron intimidados por mi tamaño o mi musculatura, ni por el hecho de que había lanzado fácilmente por los aires, sin dificultad alguna, a dos de sus compañeros.

El segundo, mientras el tercero y el cuarto intentaban distraerme con gestos amenazantes y gestos obscenos con sus genitales, cargó contra mí con su lanza, la cual, rompí fácilmente golpeándola de revés con mi antebrazo izquierdo mientras, con mi mano derecha, golpeaba su esternón con fuerza. Escuché crujir algunas costillas mientras volaba por los aires antes de estrellarse contra unas rocas. Aún así, los dos restantes no se sintieron intimidados en absoluto.

A traición, el tercero me arrojó su lanza. Aunque conseguí esquivarla casi por instinto, sentí como me rozaba la piel, causándome un leve arañazo en mi hombro izquierdo. ¿No se suponía que los ropajes que Hefestos me había proporcionado, me protegían con un campo de égida? ¿Me había engañado o no había entendido bien contra qué me protegían sus atuendos? Aunque eso no tenía importancia en esos momentos, lo consideré para preguntárselo al lisiado dios de la forja, si surgía la ocasión.

Entonces, ambos se lanzaron hacia mí empuñando sus toscos cuchillos de piedra, con sus goteantes virilidades bamboleándose sin control entre sus ingles. Fácilmente agarré por la muñeca que sostenía el arma al que me había arrojado la lanza y, con un giro de mi cuerpo, lo utilicé como proyectil arrojándole sobre el cuarto. Ambos, tras volar por los aires, cayeron inermes a varios metros de mí.

Miré a mi alrededor buscando más enemigos, quizás ocultos entre la espesura, pero no había nadie más. Solo los ruidos de la selva, los gemidos de los nativos que había vapuleado tan fácilmente, el enloquecedor zumbido de los mosquitos que habían vuelto a arremolinarse sobre mi cuerpo...y los gemidos de la mujer.

Me acerqué a ella. Mis ojos recorrieron su cuerpo prácticamente desnudo. Estaba sucia, cubierta de barro y sudor, por entre su enmarañado pelo rubio podía ver su cara, con una dolorosa expresión de shock, mirándome con intensidad con unos bellos ojos verde esmeralda. Aquellos ojos se fijaron en mi imponente musculatura como los míos se habían fijado también en sus grandes senos. A pesar de su desastroso aspecto, podía ver el increíble atractivo físico de la mujer a la que había rescatado. Bajo mi calzón, mi virilidad se agitó. Durante unos momentos, fantaseé con quitarme el calzón y tomarla allí mismo, aún en aquel estado. Indudablemente, estaría agradecida por haberla salvado de ser violada por esos cazadores de cabezas, y no tendría ningún reparo en ser follada por un semidiós como yo, como el gran Heracles.

Pero semejante pensamiento lujurioso pasó pronto. Aquel Heracles extremadamente libidinoso había quedado muy atrás. Sin duda, sabía que mi poderosa polla acabaría dentro de su húmedo coño. Sabía que gemiría de placer mientras la penetraba una y otra vez. Pero lo haría con su consentimiento, o cuando se lanzara hacia mis musculosos brazos como muestra de gratitud. Así había sido incluso con el regalo de Afrodita. Todas habían aceptado pasar la noche conmigo, el gran semidiós. Y esa mujer no sería una excepción.

"¿Se encuentra bien, señorita?".-Le pregunté con aplomo, extendiendo mi enorme brazo derecho para ayudarla, intentando mantener ya mis ojos en su cara, no en sus tentadores pechos. Se echó a temblar, aún asustada y conmocionada por la experiencia. Sus verdosos ojos me miraron con terror, mientras intentaba torpemente arrastrarse de espaldas lejos de mí.

"Soy el gran Heracles. Seguro que sabe quién soy y lo que hago. He salido en las noticias. Y he venido a ayudarla.".-Dije con mayor gentileza, ofreciéndole de nuevo la mano. Esta vez, un atisbo de reconocimiento y comprensión apareció en sus ojos-"¿He...Heracles?....".-Murmuró sorprendida. Segundos después, alargó su brazo y la cogí la mano.

Con delicadeza pero con firmeza, la puse en pie, aunque con un poco más de fuerza de la debida. Su desnudo cuerpo cayó sobre mi musculoso torso. Sentí sus cálidas tetazas sobre mis recios pectorales, y su vientre sobre mis sólidos pectorales, y su feminidad contra mi virilidad.

"No tiene nada que temer, señorita...".-Le dije mientras posaba mi mano derecha detrás de su cabeza y mi brazo izquierdo rodeaba su cintura. Sus manos intentaron rodearme el cuello para sostenerse, pero sus dedos solo lograron deslizarse sobre mis amplios pectorales y desarrollados hombros y grandes bíceps. Seguía temblando.

"Ya está usted a salvo. Puede dejar de temblar.".-Dije, mientras mi mano izquierda se deslizaba suavemente hacia su nalga y mis dedos palpaban su carne. El deseo de tomarla allí mismo volvió a surgir. Deseaba que sus manos se deslizaran hasta mi calzón y liberaran mi polla en erección, deseaba que sus labios dijeran las palabras mágicas.-"¡Tómame, Heracles! ¡Fóllame! ¡Hazme tuya!".

Pero sus labios no pronunciaron palabra alguna. Sus brazos cayeron sobre sus costados mientras sus piernas dejaban de sostenerla y su cabeza caía pesadamente sobre mi hombro. Se había desmayado en mis brazos.

¿Quién es la mujer? ¿Viajaba en el navío aéreo? ¿A quién pertenece y qué transportaba?

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