Puño de Hierro

El amanecer trajo consigo un frío seco y un cielo encapotado. En lugar del toque habitual de campanas para iniciar el día, fue el sonido de los cascos de los soldados lo que sacó a los pocos súbditos de sus casas. Eran apenas una docena, envejecidos, cansados, y arrastrando los pies sobre el barro.

En el centro del patio del castillo, Daniela se erguía con la espalda recta, envuelta en un abrigo de lana oscura. A su lado, los cuatro soldados que aún respondían a su apellido formaban una línea firme. Ella alzó una tablilla de madera toscamente grabada con un cuchillo.

—Desde este día —anunció con voz firme— este castillo se regirá por una nueva disciplina. No más haraganes, no más quejas, no más manos cruzadas esperando limosnas. Mi padre fue justo, sí, pero también débil. Yo no repetiré sus errores.

Clavó la tablilla en un poste junto al pozo. Las normas eran claras:

Toda persona capaz trabajará de sol a sol en tareas asignadas.

El robo de comida o recursos será penado con azotes.

El incumplimiento será castigado con reducción de raciones o expulsión del castillo.

Hubo un murmullo incómodo entre los aldeanos. Una mujer mayor arrugó el rostro, y un hombre delgado frunció el ceño, pero ninguno se atrevió a hablar. Los soldados se mantuvieron en silencio, aunque uno de ellos —el más joven— pareció intercambiar una mirada inquieta con otro.

Daniela mantuvo la vista alta. Sabía que esto no ganaría corazones… pero aseguraría obediencia. Ya no era solo la hija del viejo barón: ahora era la baronesa, y el castillo tenía que sentirlo.

Aquella noche, los fuegos en el salón ardieron más por orgullo que por calor. Daniela cenó sola, pero por primera vez, lo hizo sabiendo que la voluntad que había impuesto no era cuestionada.