La perspectiva de Daniel

La conciencia de Daniel era… demasiado nítida.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde el deseo de María. ¿Minutos? ¿Días? ¿Años? El tiempo, como su cuerpo, ya no existía de la misma forma. Ya no tenía brazos, ni piernas. Ya no podía hablar, ni gritar. Ni siquiera podía cerrar los ojos, porque no los tenía.

Y sin embargo… sentía.

Sentía TODO.

Cada roce de piel, cada vibración, cada maldito cosquilleo eléctrico que nacía desde su base y subía como una explosión lenta hasta el glande. Estaba atrapado en un capullo de carne sensible, erecto de forma perpetua, latiendo al ritmo de emociones que no podía controlar. Sin voz. Sin rostro. Solo un pene. Un pene perfectamente funcional… y completamente vivo.

¿Cómo pasó esto?

Recordaba el momento con claridad absurda. Juan frotando la lámpara-dildo, la genio emergiendo entre humo azul, el deseo de María pronunciado con voz clara, casi poética:

—Deseo un mundo donde solo existan mujeres.

Y luego… calor. Placer. Una erección tan intensa que lo dejó sin aire (aunque, técnicamente, ya no respiraba). Recuerdos fragmentados de su cuerpo desapareciendo entre espasmos orgásmicos. Y finalmente, oscuridad.

Ahora, cada día era un torbellino de sensaciones.

María no lo había dejado en un cajón. No. Lo usaba. Lo limpiaba. Lo colocaba en su ingle cuando tenía ganas de explorar su propia dominación. Lo hablaba, como si él pudiera responder.

Y lo peor era… sí respondía. Su carne vibraba. Su glande se tensaba con cada palabra.

Ella lo sabía.

—Hola, mi amor —decía por las mañanas, tomando su forma con ternura perversa—. Hoy quiero que sepas lo especial que eres. Serás mi instrumento de placer, como siempre debiste ser.

Lo colocaba con facilidad, su cuerpo adaptándose a ella como si hubieran nacido conectados. En esos momentos, Daniel podía sentir el cuerpo de María desde dentro. Sentía cómo se movía, cómo respiraba, cómo gemía cuando lo usaba para penetrar una almohada, un juguete, o incluso a otra mujer. Él era su extensión, su espada, su lengua muda.

Y lo más desconcertante era…

Le gustaba.

Al principio luchaba mentalmente, maldiciendo su suerte, imaginando formas de liberarse. Pero con el tiempo… algo cambió. Su resistencia se volvió deseo. Su deseo, devoción. Y su devoción, puro placer. Estar con ella, dentro de ella, era lo más íntimo que jamás había experimentado. No necesitaba hablar. No necesitaba moverse. Solo necesitaba sentirla.

Una tarde, mientras María se duchaba, lo sostuvo bajo el agua caliente, acariciando lentamente su tronco con una esponja suave.

—¿Sabes que puedes vibrar más fuerte cuando lo deseas, cierto? —susurró ella—. Eres tan fácil de leer ahora, Dani. Casi tan transparente como siempre quise que fueras.

Y él… vibró. Con fuerza.

Ella sonrió.

—Te gusta. Lo aceptaste.

Él sabía que tenía razón. Ya no era un hombre. Era de ella. Un juguete fiel. Un amante silente. Una versión perfecta de sí mismo, sin errores, sin dudas, solo piel sensible y deseo eterno.

Y aunque una parte de él aún gritaba por dentro, otra… disfrutaba cada segundo.