Ecos del dia a dia

Las primeras luces del alba se colaban por las estrechas ventanas del castillo mientras Daniela se levantaba. El frío de la piedra se filtraba por el suelo bajo sus pies descalzos, recordándole que la calidez y la prosperidad aún eran un sueño lejano.

En el gran salón, los soldados repasaban sus armas, sus miradas firmes, pero el gesto rígido de algunos delataba la incertidumbre que se había instalado con la llegada del esclavo. Daniela los observaba con atención, consciente de que su lealtad era tan importante como su habilidad con la espada.

Más allá, en los corrales y las tierras, los súbditos comenzaban sus trabajos. Los murmullos sobre el esclavo no se habían extinguido, y algunos evitaban cruzarse con él o con Daniela misma. A pesar de la reunión y las palabras firmes, el descontento se colaba en cada gesto esquivo y en cada conversación que se apagaba al verla acercarse.

Entre esos días, Daniela tuvo que tomar decisiones pequeñas pero cruciales: supervisar la distribución de las provisiones, ordenar reparaciones en las murallas, y mantener el ánimo de su gente mientras luchaba contra la creciente sombra de la pobreza y el descontento.

En las noches, los soldados se sentaban alrededor del fuego, contando historias de batallas pasadas y discutiendo sobre la fortaleza de su nueva baronesa. Daniela a menudo se unía a ellos, no solo para mostrar presencia, sino para escuchar. Sabía que su reinado dependía de entender cada voz, cada duda y cada lealtad.

El esclavo, por su parte, trabajaba en silencio, su sombra una constante en las tierras y en los pasillos del castillo, un recordatorio de que el equilibrio que buscaba Daniela era delicado, y que cada paso adelante hacia podría arrastrarla hacia la oscuridad o hacia el poder.