Desviar el pilar

Soberbia tenia razón. No podía quebrar la fe del pecador o su soberbia desaparecería con ella. ¿Cuál podía ser la solución? Tras unos días meditándolo, el archi-demonio mascullo, airado:

-Ese maldito de Soberbia tiene razón. Ha sido mas listo que yo.

Ese último comentario le da una idea a Lujuria. Si el no ha podido encontrar la solución, ¿Lo hizo Soberbia en algún momento?

Y así era. El siglo XVI. La división entre protestantes y católicos. El ego de pensar que los dogmas de la otra parte eran equivocados. Un orgullo que llevo incluso a la guerra. El siglo de Soberbia, y la solución a su dilema.

Lujuria debía crear un cisma.

Solo tenia una oportunidad, pero debía ser sutil. No podía usar sus poderes sobre Pelayo directamente, pero si sobre su entorno. El objetivo fue el seminario donde el pecador estudiaba para ser sacerdote. Lujuria lo planeo con tiempo, con la eficiencia de un cirujano, hasta que el día del todo o nada llegó.

Pelayo acabó esa tarde las confesiones de San Agustín. Ya había leído el libro cuatro veces, pero le reconfortaba retornar cada cierto tiempo a sus líneas. La lectura le había hecho olvidar que no había comido ese día, así que salió de su habitación en el seminario en dirección a las cocinas.

Un extraño ruido atrajo al seminarista a una de las habitaciones. No había escuchado esos sonidos nunca. Sonaban como alguien al beber y a la vez, como si le costara esfuerzo hacerlo. Escucho luego una tos fuerte ¿Se estarían ahogando alguno de sus compañeros?

Sin pensarlo mas, entro en el cuarto de donde provenía los ruidos. Lo que vio le dejo paralizado de la sorpresa. Tres de sus compañeros de seminario, estudiantes también como él para vestir los hábitos, estaban desnudos sobre una cama. Uno de ellos recibía las atenciones bucales sobre su miembro erecto de los otros dos, que casi se atragantaban metiéndose todo su pene hasta la garganta. Los tres jóvenes parecían gozar como salvajes. El que recibía la felación se percato de la llegada de Pelayo, y con un gesto le insinuó que se acercara.

-Ven Pelayo-le dijo- aun hay hueco para uno mas.

El pecador reacciono al fin y se marchó corriendo.

-No es posible- decía mientras recorría velozmente el pasillo para bajar a la primera planta- ¡Pecando de sodomía en la misma iglesia! Esto debe de saberlo el padre Luis.

Bajo los escalones de tres en tres y fue directamente hasta el despacho del jefe de la congregación, pero antes, otro sonido le atrajo a una de las capillas. Pelayo no pudo prever lo que se encontraría. Otros dos compañeros de seminario, del ultimo año, uno de ellos ya sacerdote, follaban a los piel del altar. Estaban desnudos, los dos con sus pollas dura como rocas. El mas pequeño de ellos se introducía el rabo de su compañero por el culo con facilidad, botando sobre su regazo mientras su propia polla le golpeaba el abdomen con cada salto.

-¡Blasfemia!-les grito Pelayo-pero los dos amantes no le hicieron caso, continuando con sus acciones.

-Es el diablo- dijo (y no iba mal encaminado)- el diablo ha llegado a esta iglesia.

Pelayo corrió hasta la nave central de la iglesia y, ante el altar mayor y de rodillas, se puso a rezar

-Dios, ayuda a estos pecadores. Líbralos del demonio.

Unos fuertes gritos llamaron su atención. Cauteloso, el pecador se acercó al origen, el confesionario de la iglesia. Abrió un poco de la cortina para encontrar a una pareja desnuda. Uno de los sacerdotes de la iglesia, profesor del seminario, estaba sentado, mientras un estudiante de primer año, sentado en su regazo de espaldas y con la polla del profesor dentro de sus entrañas, subía y bajaba mientras el sacerdote le masturbaba.

-follame padre-gritaba el jovencito- lléname con tu leche.

-Es demasiado tarde. Todos están pecando. Todos.

Solo había una solución. El único que podía expulsar al demonio del seminario era el obispo Cárdenas, máxima autoridad y referente ideológico de Pelayo. Fue él el que convenció al seminarista de contradecir a su padre y estudiar para sacerdote. Era el hombre más íntegro que conocía.

Al entrar al despacho del obispo, se le cayó el alma al suelo. Este estaba desnudo, y sobre la mesa de su despacho, le follaba el agujero a uno de los chicos del coro de la iglesia. como buen cantor, gemía y gemía mientras la polla dura del referente en integridad rompía el culo virgen del muchacho.

Ver al obispo ceder a sus más bajos instintos fue demasiado para Pelayo, que casi entre lágrimas, abandono el seminario.